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Geriátricos políticos

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DOCU_GRUPO DOCU_GRUPOLa carrera política en España tiene un recorrido multinivel. A grandes rasgos, el inicio se produce en el gobierno local, siendo alcalde o concejal con responsabilidades ejecutivas en el ayuntamiento. Al cabo de uno o dos mandatos, unos reducidos sujetos que han ejercido funciones en el ejecutivo municipal son promocionados como diputados autonómicos y/o nacionales. Bien se puede dar el caso, de ser primero parlamentario regional y posteriormente pasar al Congreso. Finalmente, el diputado puede formar parte del gobierno con un puesto como ministro o secretario de Estado. Y si la cosa sigue adelante, acabar en alguno de los conocidos cementerios de elefantes.

Los “geriátricos políticos” o instituciones dirigidas hipotéticamente a aprovechar el bagaje de estos profesionales son variados. Entre ellos, se encuentra el Senado, un lugar que puede servir tanto de premio por la labor desempeñada en el partido como una forma de deshacerse de elementos incómodos. La diplomacia es otro lugar donde aparcar a estos ancianos que comparten silla con la vieja aristocracia castellana. Ahí está el reciente Wert que ha acabado en París por destruir nuestro sistema educativo. Y como no, las instituciones europeas y supranacionales que suponen una forma de salida de lo que podría definirse la esfera del Estado.

Estos días se habla del caso del Yak-42 y de Ignacio Trillo. El Peter Baelish del aznarismo. El político perfecto que a todos cae bien y dispuesto a gestionar los temas más truculentos, taimados y sucios que necesite el príncipe. Parece que la justicia no alcanzará a Trillo después de regresar de su idílico exilio inglés, quien ya solicita ser integrado en el castizo Consejo de Estado que representa a la sociedad tanto como un simio al conjunto de los mamíferos.

Bruselas, torre de marfil

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La Unión Europea representa hoy día uno de los tiranos que azuza a los países como España, Portugal y Grecia a mantener sus bolsas saneadas. No hablemos ya del déficit que es una condición de acceso para cualquier candidato a miembro. Otrora unas décadas, Europa era el símbolo que repartía fondos para equilibrar las zonas más atrasadas que se situaban en el sur del Mediterráneo y que a día de hoy tienen su destino en las jóvenes democracias del Este.

A lo largo de estos años, distintas investigaciones y líderes de opinión han criticado la lejanía de las instituciones europeas en relación a los países que se integran en ella. En otras ocasiones, se ha igualado esta distancia como una carencia democrática de la organización. Y es que, ciertamente la élite política y el funcionariado comunitarios residentes en Bruselas padecen de un mal similar que parece traducirse en su gestión administrativa.

Hace pocos días, el arribafirmante tuvo el placer de observar “in situ” esta situación en las calles bruselenses. Mientras la mayoría de la población se sitúa en el centro y los alrededores de lo que vino a ser la antigua muralla frente al invasor francés, los trabajadores de las instituciones comunitarias viven ajenos a la ciudad en el “quartier europeen”. Esta zona, situada al este de la urbe capitolina, acoge las principales instituciones de la Comisión, el Consejo de Ministros y el Parlamento, sirviendo sus alrededores de alojamiento para sus miembros.

Asimismo, se produce una falta de incomunicación entre los funcionarios europeos y el resto de ciudadanos belgas. Por decirlo de alguna forma, es la extraña convivencia de dos grupos aislados en una misma ciudad, de los autóctonos y de la élite comunitaria. Un grupo que parece encerrarse en su propia torre de marfil y que ya sin tener una comunicación con sus países de origen –franceses, alemanes, españoles, griegos, checos y un largo etcétera- tampoco lo mantienen con el entorno diario que les ha tocado vivir.

Esta situación nos lleva a poner en duda aún más el carácter democrático de Bruselas en tanto capital europea y en reafirmar su tendencia tecnocrática. Así, la metáfora de la torre de marfil explica perfectamente la posición desde la que parlamentarios y funcionarios europeos administran la “res pública” comunitaria. Lo que lleva hacia el interés por el comportamiento y la actitud de sus miembros, como si de la misma ciudad ejerciera un siniestro silencio sobre esta élite nacida al amparo del euro.