falta de democracia

Podredumbre en la élite malagueña

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imagesCARVRRYBHace unos días, se hizo público el nombramiento de Elías de Mateo como responsable del Museo Municipal de Málaga. La concejalía de Cultura dirigida por el incombustible Damián Caneda ha patinado una vez más al son de la batuta del partido, nombrando a un gestor sin recurrir al tradicional concurso de méritos como se había venido haciendo hasta el momento. Por su parte, Elías de Mateo es un loable intelectual e historiador de la Iglesia, bien conocido entre los círculos malacitanos, pero anónimo más allá de las fronteras provincianas. Lo mismo sucede con el artista cuyo museo dirige, el de Revello de Toro, el retratista de los alcaldes de la ciudad y bien referenciado entre la derecha malagueña.

El caso anterior es sólo la punta del iceberg de una tendencia que se está asentando entre las élites locales. En los últimos treinta años, distintas familias y personalidades se han repartido las posiciones, los honores y los reconocimientos en el entramado político-social. Así, han copado las altas instancias de los partidos, fundaciones y otros organismos que se han convertido en su coto de caza particular. De los Larios, Heredia, Loring y Caffarena del diecinueve hemos pasado a los Segalerva, Pérez-Bryan, Estrada y a las camarillas bien organizadas de arribistas -a diestra y siniestra- que ocupan algunas de las más reconocidas instituciones de Málaga en el ámbito social, político y cultural.

Estos caballeros y damas, a los que no pocas veces les asusta hablar de «élite» y de «política», han puesto sendas barreras para la renovación de las instituciones que ellos mismos ocupan. Así, no se ha producido una actualización generacional de la élite local, sino que tan sólo el carnet del partido o la referencia de algún ideólogo han permitido paliar la artrosis reumatoide que sufre la jerarquía malagueña. Sintomática especial de esta lúgubre enfermedad se manifiesta mediante los episodios repetitivos de exposiciones de Chicano, reminiscencias paranoides a lo Brinkmann, voces franquistas que hablan de toros y de los clavos de Cristo en las sombras de la democracia y corrillos entre las familias de una cuasi extinta burguesía decimonónica (especie en peligro de extinción).

Mientras tanto, las generaciones más jóvenes tienen que elegir entre quedarse o ser enterrados con estas momias en sus túmulos desde la Alameda al Limonar. Y así, cumpliendo la misión de recordar las glorias de estos muertos, conseguirán algún día que alguien les recuerde a ellos. Málaga, la ciudad que «todo lo silencia» -contribución del gran columnista José García-, no es país para jóvenes; es un país para ancianos ególatras.  A los que se les llena la boca de la palabra «democracia», pero se les perdió por el camino. Sin embargo, sería recomendable que tuviésemos pena de estos pobres viejos. Estas senectudes que temen ante todo la apertura democrática de las instituciones malagueñas y el frío de la muerte.

Bruselas, torre de marfil

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La Unión Europea representa hoy día uno de los tiranos que azuza a los países como España, Portugal y Grecia a mantener sus bolsas saneadas. No hablemos ya del déficit que es una condición de acceso para cualquier candidato a miembro. Otrora unas décadas, Europa era el símbolo que repartía fondos para equilibrar las zonas más atrasadas que se situaban en el sur del Mediterráneo y que a día de hoy tienen su destino en las jóvenes democracias del Este.

A lo largo de estos años, distintas investigaciones y líderes de opinión han criticado la lejanía de las instituciones europeas en relación a los países que se integran en ella. En otras ocasiones, se ha igualado esta distancia como una carencia democrática de la organización. Y es que, ciertamente la élite política y el funcionariado comunitarios residentes en Bruselas padecen de un mal similar que parece traducirse en su gestión administrativa.

Hace pocos días, el arribafirmante tuvo el placer de observar “in situ” esta situación en las calles bruselenses. Mientras la mayoría de la población se sitúa en el centro y los alrededores de lo que vino a ser la antigua muralla frente al invasor francés, los trabajadores de las instituciones comunitarias viven ajenos a la ciudad en el “quartier europeen”. Esta zona, situada al este de la urbe capitolina, acoge las principales instituciones de la Comisión, el Consejo de Ministros y el Parlamento, sirviendo sus alrededores de alojamiento para sus miembros.

Asimismo, se produce una falta de incomunicación entre los funcionarios europeos y el resto de ciudadanos belgas. Por decirlo de alguna forma, es la extraña convivencia de dos grupos aislados en una misma ciudad, de los autóctonos y de la élite comunitaria. Un grupo que parece encerrarse en su propia torre de marfil y que ya sin tener una comunicación con sus países de origen –franceses, alemanes, españoles, griegos, checos y un largo etcétera- tampoco lo mantienen con el entorno diario que les ha tocado vivir.

Esta situación nos lleva a poner en duda aún más el carácter democrático de Bruselas en tanto capital europea y en reafirmar su tendencia tecnocrática. Así, la metáfora de la torre de marfil explica perfectamente la posición desde la que parlamentarios y funcionarios europeos administran la “res pública” comunitaria. Lo que lleva hacia el interés por el comportamiento y la actitud de sus miembros, como si de la misma ciudad ejerciera un siniestro silencio sobre esta élite nacida al amparo del euro.