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Intolerancia de los pies a la cabeza

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imagesEn nuestra democracia, la consolidación de una memoria compartida con respecto a la Guerra Civil y la dictadura franquista es un imposible. Un sueño de una noche de verano apagado tras el acuerdo de las élites que pactaron la Transición. Y es que, la respuesta a dicho muro psicológico que separa la presente democracia -cada vez más dudosa en cuanto a su tolerancia- no fue mejor. El nefasto intento de llevar a cabo una recuperación de dicha «memoria» por parte de Rodríguez-Zapatero indicaba que había una facción más digna que otra. Lo que acabó con una buena parte de la documentación centralizada en Barcelona y una lectura parcial de la Historia.

Esta incapacidad de la izquierda y de la derecha intelectuales para acordar una memoria consensuada se ha convertido en un cheque en blanco para que el Estado sea juez y verdugo de la libertad individual. El reciente caso de la twittera Cassandra, del cual se ha hecho eco The Guardian, llevado ante los tribunales es un ejemplo de cómo se ha legislado para conservar esta impunidad contra el pasado franquista. Hasta un chiste contra Carrero Blanco puede convertirse en un crimen contra una hipotética libertad, la de mantener la amnesia sobre nuestra historia, en contra del derecho de expresión de un sujeto.

Nuestro sistema y nuestra sociedad no quieren un autobús de Hazte Oír recorriendo las ciudades, pero tampoco quiere Filosofía como asignatura obligatoria en el currículo de la educación secundaria. Quienes critican la dura agresión del caso de los titiriteros, son los mismos que se alzan para defender los derechos de los agresores a unos guardias civiles en Alsasua. Tanto nuestra élite, como nosotros mismos, pedimos que se niegue la libertad de otros y se respete la nuestra hasta límites inconcebibles. Una sociedad sin criterio, sin amplitud de miras e intolerante que a la vez teme (y confía) en el Estado como instrumento al servicio del recorte de las opiniones que no concuerden con las nuestras propias. Una herramienta castradora del debate público por el medio que sea.

La utopía platónica

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La literatura de impronta liberal y democrática ha considerado a Platón como el primer autor legitimador de las tiranías, mientras que los filósofos políticos de izquierda lo clasifican como un defensor del comunismo primigenio. Por lo que, ambas corrientes coinciden, independientemente de críticas positivas y negativas, en resaltar el valor que Platón concede a la organización de la ciudad por encima de la individualidad de sus integrante.

Este proyecto es posible porque Platón entendía la consecución de la justicia como el fin último de los hombres y del proyecto político en el que se integran. Así, el Estado se convierte en una fuente de producción de lo justo y lo bueno, no para el sujeto, sino para la colectividad. De lo que se desprende, que la visión historicista de Platón tiene como consecuencia directa una visión holística de la “politeia”.

La justicia en Platón tiene un comportamiento autónomo. En otras palabras, un ser o elemento son justos porque cumplen unos cánones, pero no se establece un punto de referencia para esa justicia. En comparación con el liberalismo democrático, Platón no concibe la justicia como la igualdad de los ciudadanos ante la norma, la defensa del individualismo y de la vida.

No obstante, la respuesta que se ha dado es que los proyectos ideales y basados en el racionalismo extremo no conciben determinados casos como hipotéticos o posibles en el seno de su organización. Por ello, la utopía tiene el riesgo de convertirse en el largo plazo en un régimen opresor, que independientemente del ideal de justicia, no produce una auténtica optimización de las capacidades de desarrollo de los seres humanos.