esclavitud
Neomachistas asociados
Pulula por la red un decálogo para detectar a los sujetos que se oponen al feminismo. Esta declaración de los diez mandamientos de los bienintenciados que hocican con las exigencias del feminismo radical es un hito más de la escalada de esta pseudo-religión que penetra entre nuestras instituciones, nuestra sociedad y crea un discurso excluyente. Las feministas más fanáticas revisten como «machismo» a toda una suerte de valoraciones y juicios en las que son incapaces de distinguir el grano de la paja. Y así, los llamados «neomachistas» son mezclados con otras personas que simplemente nos negamos a sumirnos a cualquier ísmo que divida el mundo de forma maníquea.
El neomachismo huele a ginebra y lee a Hemingway. Viste camisa blanca, pantalón negro impecable y zapatos brillantes lustrosos. Su visión es aparentemente agradable para poder hacer convincentes unos argumentos de per se deleznables. El neomachista es sociológicamente de clase media o clase alta. Ejerce una profesión con su mente. Por eso llora por no haber trabajado en algún oficio manual. Un oficio de hombres. El neomachista observa a la mujer como un medio para la reproducción y el cuidado del hogar. Duda de la existencia del alma o de la racionalidad de la mujer encorsetada en un torbellino de Ipads y Ipods. El neomachista valora las sociedades y religiones donde la sumisión de la mujer es más factible en comparación con el mundo occidental. No es religioso, simplemente busca una forma práctica de esclavizar al otro sexo.
Este neomachismo es sutil. Expone sus argumentos de forma inocente. Entiende que en una sociedad dominada por el feminismo más fanático sus opiniones deben ser presentadas en foros reducidos, más propios de una secta que de un amplio movimiento social. El neomachista subsiste en el victimismo. Afirma que el feminismo es una forma de opresión del padre de familia. Oprimido por su mujer, por sus hipotecas y por un sistema que lo subyuga apropiándose de su sangre. En el fondo, el neomachista tiene su conciencia enferma, su alma corrompida y su voluntad fracturada por su propia incapacidad para realizarse a sí mismo. Mientras tanto, las feministas más extremas sólo están preocupadas por descifrar el posible mensaje político de La Bella y la Bestia.
Los mitos de la Constitución de 1812
La efeméride de la Pepa está en alza. Es un valor del mercado político que parece recordarnos a todos que hace dos siglos, los españoles se pusieron de acuerdo en algo, que como siempre, volvieron a chafar los Borbones. Esa gran familia de gestores que pocas veces han dado en el clavo. Volviendo ese gran texto constitucional, es recordado estos días por haber reconocido libertades y derechos a los españoles.
La carta de 1812 tiene muchas luces, especialmente para los andaluces que parece vendernos como los padres del liberalismo español. No obstante, hay que dilucidar los claros y oscuros de una carta con más sombras que radiantes brillos de ilusión. Pues para empezar la Pepa negaba la libertad de culto y obligaba a todo español a profesar la religión católica, a la que consideraba como esencial en el Estado español. Y es que, los ilustrados afirmaban que el destierro del dogma y el librepensamiento eran las bases para el progreso social.
Asimismo, la Constitución daba estatuto de ciudadanía a los españoles, pero no a los esclavos. De forma que, podían existir personas sin derechos para trabajar las tierras y los labriegos de las Indias Occidentales. También, mantenía intacta a la Inquisición para la realización de los juicios contra herejes y disidentes del catolicismo. Y finalmente, reconocía la irresponsabilidad política del monarca, que el pobrecito, para continuar con la tradición, era el más tonto del pueblo.
Y ésta es la Constitución, por la que Riego y muchos otros lucharon. Una carta que concedía unos nimios derechos, manteniendo el resto del edificio sin cambiar y dando una mayor legitimidad al sistema. Por lo que, si para algo sirvió el texto gaditano fue para dar nombre a la idea de España como nación y proclamar su unidad frente al invasor. Por lo demás, harían falta unos ciento veinte años más para hablar de una constitución democrática que pudiera estar a la altura de los países europeos.
