patriotismo

Gibraltar por Bárcenas

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Los berrinches ocasionales por Gibraltar no son espontáneos. España lleva más de dos siglos reclamando el terruño de tierra que le falta en el Sur de Europa y que de forma vil le arrebató la Gran Bretaña. Sin acuerdo ni ley internacional. Una ocupación ilegal en toda regla. Y ahora volvemos con la milonga cuando toca declarar a Cospedal, Cascos y Arenas por sus presuntas implicaciones en el “affaire Bárcenas”. Dicho de otra forma, cuando el Gobierno se preocupa por agravios internacionales de nuestros abuelos, es que algo huele a podrido en el reino de Dinamarca, disculpen los daneses, en España.

Con esta lógica, el dilema de Gibraltar, que no es una cuestión baladí, se convierte en una excusa para tapar las miserias y pierde relevancia ante la opinión pública. Dicho de otra forma, el uso mediático que el PP hace del mismo hace que haya menos patriotas de los que a los derechones les gustaría que hubiese. Mal favor hacen los conservadores a remotas posibilidades futuras de recuperar el peñón y de que la sociedad realmente se preocupe por este asunto.

Y mientras dejamos de hablar de Bárcenas y volvemos con Gibraltar, se recuerda que con aquel señor del bigote llamado don Paquito sí sabía poner a los ingleses en su sitio. No mucho más allá, porque la política de acuerdos militares con Estados Unidos le impedía llegar a las manos con los británicos. Así, que se dejen de rollos los tertulianos de rancia estirpe recordando viejas falacias.

Monarquía a juicio

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images (1)La institución de la Corona es y será objeto de juicio. No es que la infanta Cristina esté imputada o que su marido hubiese usado los contactos que provee la agenda real para el caos Nóos. Ya no es una cuestión de personas, ya que de todos es sabido que los Borbones no saben hacer la «o» con un canuto. El dilema en sí tampoco es algo que deba decidir un juez. Muy al contrario, es la sociedad y la opinión pública la que debiera reabrir el debate sobre si deseamos una monarquía o una república como sistema político.

Monarquía es una palabra que ha gozado de especial cuidado por nuestra democracia. La figura del Rey goza de inviolabilidad en la carta constitucional. De forma que ningún tribunal ni poder judicial podrá nunca tocar al monarca haga lo que haga. Por lo que se le exime de una responsabilidad política que «de facto» tiene y ha jugado en distintas ocasiones el mismo Juan Carlos. Cuando movía hilos para acercarse a Franco o retirar a su padre de la vida pública para convertirse en heredero. Bien cuando jugaba a dos bandas con los golpistas del 23-F y unos políticos leales, pero acongojados por la situación que se venía encima en aquella noche tejerina. O muy bien, cuando ha invertido la friolera suma de 500.000 euros para mantener a su concubina Corinna cerca de palacio, ya saben para a media noche pasarse a dar una vuelta a ver si a su inquilina se le ha roto algún cuadro o no sabía cuál era la dirección de Cuenca.

Si nuestra monarquía no puede ser una ejemplar, como lo es la figura de los Orange en Holanda o la misma institución en Reino Unido, entonces es hora de pasar página a este viejo invento feudal. La sociedad española, se dice, no está preparada para una república porque bien ha fracasado en multitud de ocasiones y generalmente por falta de una cultura política de lealtad al Estado. Una lealtad que en su día no respetaron los militares, ni los políticos de todo color, ni casi nadie. Aunque esta decisión dual entre rey o república sea una espada de doble filo, si realmente hay tantas personas deseosas de la segunda quizá este sea el momento de dar un paso adelante. Aún así, falta confianza y lealtad en el Estado. Dejar a un lado ese emblema patriótico que parece es sólo de la derecha y esa oposición bolchevique que se ejerce desde sectores antisistema de la sociedad.