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¿Una nueva edad oscura?
En la historiografía europea, el concepto «Edad Oscura», alude a una serie de siglos que se sitúan en el tránsito desde la Edad Antigua hacia la Edad Media. Este término poco optimista se agrupó a raíz de una serie de episodios que desestabilizaron las tradicionales estructurales de poder institucionalizado. La fragmentación del poder imperial, las invasiones de pueblos nórdicos, esteparios y musulmanes y la creación de unidades políticas en una escala de alcance local. Con todo ello, no era de extrañar que por aquel entonces los cristianos creyesen que el fin del mundo se acercaba conforme llegaba el primer milenio.
En un reciente twitter de Cospedal, aseguraba que no hay educación ni sanidad pública, sino hay seguridad. Es cierto. La acólita de Rajoy se ha convertido en heraldo de los cuatro jinetes en un tiempo de incertidumbre donde las tradicionales estructuras de poder como los Estados Unidos, gobernados por un presidente populista, o Reino Unido guiado por la insegura batuta de los conservadores caminan hacia una desagregación del poder al nivel nacional. La otrora floreciente Unión Europea, convertida en un feudo de los mandatarios alemanes, y minada por el desacuerdo populista apenas presenta mayores señales para el positivismo.
Tampoco faltan en nuestro tiempo, no ya invasores, sino actores internos capaces de desestabilizar el frágil equilibrio entre libertad y seguridad. El terrorismo islamista, o aquel que alude a alguna legitimación coránica, está a la orden del día como el nuevo peligro para la civilización europea. Sin duda, y salvando las distancias, podríamos hablar de un nuevo episodio de oscurantismo cimentado por la desconfianza en los representantes políticos y el inminente peligro desestabilizador. Un enemigo interno y otro externo dispuestos a erradicar el estilo de vida occidental.
Y ahora suben el gas
El nuevo conflicto desatado entre Occidente y Rusia, a través de la secesión de Crimea y con la guerra de Siria aún coleando, ha pasado factura. Factura nunca mejor dicho que está recogida en los acuerdos entre la rusa Gazprom y la ucraniana Naftogaz desde 2009. Hace apenas unos días, Moscú remitió una carta al gobierno estadounidense que en verdad estaba dirigida a los consumidores europeos de gas ruso. En la misma, se vislumbra un interés de presión de Putin frente a la Unión Europea, en la que se pedía especialmente que los occidentales se preocupen más por socorrer el déficit ucraniano y dejen de entrometerse en las cuestiones de seguridad y defensa. O dicho de otra forma, el gas no lo paga sólo Rusia, sino que Europa también tiene que soportar los costes de Naftogaz, a través de la ayuda económica a Ucrania.
Repartido el pastel y con el posible interés de Europa por integrar a Ucrania, Rusia no se contenta sólo con haberse adueñado de Crimea y campar a sus anchas. Además, tiene el morro suficiente de pedir que le paguen los costes del gas que tiene conveniado con Ucrania. Aquí se observa como Rusia sigue una lógica imperialista similar a la de Estados Unidos. Rusia no tiene interés en incrementar su territorio, más bien en garantizar sus posiciones y salidas estratégicas, a la par que intenta disminuir costes. Una lógica sabia desde la real-politik, pues está demostrado que cuando un imperio alcanza un determinado tamaño, los costes de su manutención son imposibles de superar por los beneficios y todo se torna en un déficit constante.
Este hecho demuestra que Rusia está cerca de su sobredimensionamente, si no lo ha hecho ya. Ahora bien, esto no es motivo para infravalorar las capacidades del gigante asiático, especialmente si se estudia una intervención militar en Ucrania por parte de la OTAN. Probablemente, esta opción sea la última y dependa no ya tanto de las ventajas de vencer a Rusia, sino de cuánto quieren arriesgar los socios europeos y americanos. Por lo que, probablemente habrá una relación directa entre mejora de la economía occidental frente a no intervención militar en Crimea.
