Mes: marzo 2013
Estado autonómico o Estado municipal
La reforma del mapa municipal de Montoro ha reabierto el debate sobre el modelo de Estado español. Si preferimos churras autonómicas o merinas municipales, es decir, o se recorta la administración regional o a ver qué pasa con la municipal. Lo que sí debería tenerse en cuenta, independientemente de la postura desde donde se exponen los argumentos es que el Estado autonómico se ha consolidado en España como una muestra de las distintas identidades territoriales. Por lo que, en última instancia debería quedar el tocar este logro de la democracia española.
En algunos foros, se habla que se eliminen las diputaciones provinciales. Dicen que esta institución decimonónica carece de sentido actualmente y que muchas veces son chiringuitos de las élites locales. No se puede dudar de estos argumentos, pero hay determinados aspectos como la gestión de servicios de limpieza, bomberos y aprovisionamiento de agua que son compartidos por distintos municipios. Su administración corresponde a un ente por encima del municipio y separar estos servicios entre los distintos ayuntamientos supondría una solución ineficaz. Por tanto, la solución bien podría ser dotar de mayores competencias en servicios locales a las diputaciones y eliminar los entes locales como las mancomunidades, consorcios y comarcas.
El problema reside especialmente en el plano local. En algunas comunidades, como Castilla y León existen más de 2.000 municipios, especialmente por la existencia de concejos, parroquias, las entidades autónomas locales y otras fórmulas de origen medieval. Si bien, la reforma que es tan necesaria debiera acometer con la unificación de estas administraciones y de ayuntamientos de localidades pequeñas en corporaciones más grandes y sólidas. ¿Cuál es la barrera a esta unificación? Básicamente, la existencia de sensibilidades locales que se reconocen distintas unas de otras. Que si los de Villacocha del Norte son distintos de los de Terruño del Sur, y otras tonterías similares.
Una consecuencia de esta unificación de municipios sería la modificación de la arena de competición electoral en el ámbito local. Y ahí entran en juego los anteriores intereses municipales descritos y determinados intereses partidistas vinculados a los mismos. Por ello, los principales partidos deben aceptar sacrificar estos criterios, o de lo contrario, la solución bien vendrá no con la eliminación, sino con la decadencia del Estado autonómico. Por ello, lo más oportuno es reforzar las diputaciones y unificar los municipios de menor tamaño.
El régimen venezolano
El líder ha muerto. Algunos le han llamado «dictador» y la prensa de centro-izquierda le ha bautizado como “caudillo”. Un apelativo que casi lo iguala a Franco. No es de extrañar que la mayor parte de los medios de comunicación españoles hayan calificado a Venezuela no ya como una dictadura, sino como un régimen no-democrático. Un tratamiento injusto, dice Viçenc Navarro, si tenemos en cuenta que la prensa de nuestro país está en manos de los grupos multimedia dependiente del capital de la derecha.
Ciertamente, la democracia venezolana no es comparable con un sistema liberal-representativo. Y es que, existen distintos elementos que la hacen quedar fuera de dicha etiqueta. Sin embargo, usar nuestros esquemas socio-culturales para juzgar si tal país latino-americano es una democracia o no, es un craso error, especialmente si se dedican a la política comparada. En la última mitad del siglo XX, Venezuela era un régimen en el que se alternaban el partido conservador y el socialdemocráta. Cada uno por su cuenta disponía de sus propias redes clientelares, sus siervos y contaba con sus notables. Eran caciques que realizaban una buena reproducción de lo que fue el sistema canovista con sus típicos fraude electoral y “pucherazo”. Esa era la democracia que eliminó Chávez.
Hasta este punto, el sistema del líder reconoce la libertad de expresión y la desigualdad ha sido reducida en los últimos diez años. Muchas veces, con medidas populistas como programas de televisión que regalan electrodomésticos o compras de supermercado a las clases populares. Este sistema ha permitido corregir los fallos de los antiguos terratenientes. Sin embargo, el error de Venezuela ha sido tejer relaciones con enemigos del mundo civilizado como Irán, Corea del Norte y Libia entre otros. Estados Unidos es un lobo vestido de cordero, pero quien se junta con dictadores se acaba pareciendo a ellos. Y dice una tesis politológica que las democracias son democráticas en el interior, pero que actúan como autoritarismos en el exterior. Ésta es una democracia más.
Salida a los deshaucios
Personas que abandonan sus viviendas. O bien que sus casas las abandonan, o que pierden la batalla hipotecaria. Fuerzas de seguridad que protegen el derecho a la propiedad individual, pero que en realidad cuidan de la propiedad bancaria y finalmente, la calle o el suicidio. Esta es la teoría de juegos que explica la tragedia que vive una gran parte de la sociedad española. De lejos, se oyen las críticas de algunos que consideran que durante los últimos años se ha vivido por encima de nuestras posibilidades. Cierto, gentes que compraron segunda casa en Marbella y Benidorm, pero que nadie olvide a toda una generación que hace una década tuvo que comprometerse a pagar una hipoteca de treinta o cuarenta años, ganando un sueldo mileurista; ni de los jubilados que avalaron a sus hijos y los acompañan en el.
De esta combinación de jóvenes que pierden su empleo y el predominio de los bancos en esta tragedia nace el drama diario. La cuestión ahora, a parte de escuchar a neoliberales y meapilas que dicen que hemos vivido más de lo que ganábamos, es buscar una solución a este problema. Por un lado, se puede barajar la posibilidad de la dación en pago, es decir, entregar la casa ante la imposibilidad de seguir costeando la hipoteca por parte del inquilino. Sin embargo, esta alternativa es débil, ya que el ciudadano pierde su casa y el dinero que ha invertido en ella. Algo similar sucede con la opción del alquiler. Desde muchas tribunas se afirma que el alquiler es más habitual que la compra en propiedad en la Europa continental. O dicho de otra forma, la posesión de una vivienda es un derecho reservado a los más pudientes. Tampoco es lo más óptimo. El individuo debería tener derecho a tener su propia casa para garantizar un mínimo de bienestar, que no sea algo que no esté al acceso de las clases medias y populares.
Por tanto, una solución interesante sería expandir constitucionalmente el derecho a la vivienda e incluirlo entre los fundamentales. De esta forma, podríamos aproximarnos al modelo alemán. Además, sería necesario corregir esta tendencia de la policía a cuidar más por la propiedad de los bancos que de las personas. Los bancos son una parte importante del sistema. De acuerdo, pero deben estar al servicio de los ciudadanos, y si no, ponerlos legislativamente a su colaboración y no convertirse en lo que son: mercenarios financieros.
La Transición criticada y desconocida
La crisis económica abre margen para la duda. Permite que nuestra clase política haga tambalear los mismos cimientos del sistema. Los casos de corrupción en los tres partidos del «establishment» parecen remontarse según extrañas hipótesis hasta el mismo origen de nuestra democracia. Todo ello ha llevado a que en los últimos meses aparezcan voces entre los grupos y líderes más reaccionarios que critiquen hitos históricos como la Transición y los Pactos de la Moncloa.
Desde estos sectores, vinculados generalmente a Izquierda Unida y al 15-M se afirma que las instituciones deben ser modificadas porque fallan. Porque probablemente esta conjura conspiranoica sea la fuente de los males de España. Se equivocan gravemente quienes manifiestan esta idea que no es otra cosa que un producto de mercadotecnia política dirigido al redito electoral. Es cierto que nuestra Constitución necesita una reforma. Sin embargo, a muchos jóvenes de la izquierda extrema, véase el caso de Alberto Garzón, se les llena la boca criticando a las instituciones más básicas de nuestro sistema, sin afirmar realmente que la culpa la tiene la misma clase política y la cultura democrática de la sociedad.
Dice Josep Baqués, «que tenemos los políticos que nos merecemos». Y así es, a las generaciones de políticos nacidos en democracia se les enseña a ladrar ya sea a favor del mercado o del comunismo más puro. Pese a ello, estos jóvenes no tienen ni idea del período de la Transición. Una época donde la derecha aceptó el liberalismo democrático, donde los socialistas adoptaron la ideología de la socialdemocracia alemana y donde Carrillo renunció a la aspiración máxima del comunismo. Un momento, donde todos sacrificaron algo de su identidad, donde cedieron a la otra parte e hicieron posible la convivencia. El éxito de esa convivencia se demuestra en que España pudo superar la transición política y una crisis económica.
A Garzón y otros oportunistas, les falta el conocimiento de este período. El país no necesita ninguna suerte de comunismo ecléctico, ni de capitalismo salvaje. Aburre el discurso del reparto cuando lo que estamos perdiendo es la propiedad, nuestros hogares y lo que se debilitan son las clases media y baja. Lo que este país necesita ahora no es cambiar sus instituciones, especialmente cuando no hay capacidad para el consenso. Lo que realmente hace falta es que la clase política sea capaz de llegar a un acuerdo. El problema auténtico son unos representantes que no tienen cultura política de lo que hicieron sus antecesores y donde la memoria es selectiva. Dejen de lado los ladridos pancartistas y sean capaces de entender a los otros. De hacer un nuevo pacto por el país. Ése es el auténtico ejercicio democrático.